Diez años aprendiendo a extrañar sin que duela tanto. Diez años sin escuchar esa voz que todavía no olvido, la misma voz que me buscaba para conversar aunque fuera con pocas palabras, para aconsejar, pedir, dar, la única voz que me llamaba por mi nombre completo y muy rara vez para regañar. Diez años sin ver esa figura bajita y regordeta que solo inspiraba ternura. Diez años sin recibir más lecciones de humildad y compasión. Diez años sin vivir un día desprevenido en el que una lágrima le salía sin ningún motivo aparente. Diez años sin escuchar esa risa o ser el motivo de ella. Diez años sin sentir ese apoyo incondicional aunque desconociera incluso lo que estaba apoyando. Diez años sin que mamá tenga el soporte de su vida. Diez años en los que ella y yo estamos aguantando, soportando la ausencia y extrañando. Diez años, mi viejo.