De niño nunca me gustó ensuciarme, creo que en ese sentido era un niño raro. Me incomodaba sentarme en el suelo o en una manga. Me sentía mal si la ropa aparecía con un par de gotas de pantano o con cualquier mancha de comida. Tampoco voy a decir que era un niño impecable, pero sí me molestaba presentarme sucio donde mi mamá, y creo que a ella también tampoco le gustaba.
Cuando crecí mantuve ese comportamiento: no me gusta engrasarme, la pienso para sentarme en cualquier manga, cuando cocino me lavo las manos cada 30 segundos, y evito constantemente pasar por cualquier charquito.
Pero últimamente eso ha cambiado, empecé a tomar las cosas con tranquilidad, ya no importa que esté vuelto nada y que falten horas para llegar a la casa, ya no me incomoda una situación como esta, me sacudo, trato de limpiarme lo que pueda y sigo disfrutando lo que esté haciendo. Eso sí, todavía me sigo lavando las manos cada 30 segundos cuando estoy en la cocina.
Hoy el terreno para cruzar en bicicleta estaba intransitable y el pantano se tragó mi pie izquierdo hasta la rodilla. Mi reacción, cuando por fin pude sacar la pierna de ahí, fue de solo risas, sentarme en el suelo y con total tranquilidad tratar de quitarme la mayor cantidad de barro posible con un chorrito mínimo de agua que había ahí, lo normal.
Y es que es mejor así, porque para qué quejarme, para qué mortificarme, para qué lamentarme si no hay mucho que se pueda ser y “todo hace parte del paseo". Es mejor ver esas cosas con una actitud más positiva.
Hoy la ruta me permitió volver a ser niño y recordar esas tardes de bicicleta, pantano y columpios.